“Allá donde íbamos, nos seguía la muerte”: la tragedia de una familia siria

“Allá donde íbamos, nos seguía la muerte”: la tragedia de una familia siria





Por Francesca Mannocchi

Sham es una niña siria de 10 años; tiene los ojos grandes y oscuros y una tímida sonrisa.

Vive a las afueras de Misrata, en Libia, con su madre, su padre y su hermano pequeño Balal, que tiene cinco años.

A Sham le cuesta hablar. Dejó sus palabras en las profundidades del mar de Libia, junto a su hermano Talal. Él murió trágicamente ahogado cuando, tratando de cruzar el Mediterráneo, la embarcación en la que iban se hundió a unas 15 millas de la costa de Sabratha.

“Allá donde íbamos, nos seguía la muerte”, sostiene el padre de Sham, Mahmoud.

Imagen del UNICEF
© UNICEF/UN053156/Romenzi
La refugiada siria Sham, de 10 años, está sentada en el apartamento donde vive su familia en Misrata, Libia. “Sueño con llegar a ser médico o profesora”, dice Sham, “mi única pesadilla es el mar, porque mi hermano murió ahí”.


En busca de un lugar seguro

En 2014, la familia escapó del conflicto de Damasco. “Estuvimos viajando de un lugar a otro de Siria en busca de un lugar seguro, pero no lo encontramos en ninguna parte”, señaló. “Por eso, decidí que había llegado la hora de intentar llegar a Europa”.

En Damasco, Mahmoud trabajaba de carpintero. No ganaba mucho dinero, pero su familia vivía siempre con dignidad.

“Cuando eres pobre, ni siquiera puedes elegir cómo escapar; solo puedes hacerlo gastando lo menos posible”, asegura. “Y nosotros éramos cinco”.

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Tocando fondo
*A marzo de 2017

Los hermanos de su mujer habían vivido un tiempo en Benghazi, al este de Libia. Ellos conocían a las personas que podían ayudar a Mahmoud y a su familia a conseguir un hueco en una barca para cruzar el mar Mediterráneo.

“Ellos [los traficantes] nos prometieron que prepararían una barca, nos darían chalecos salvavidas y nos llevarían a Europa sanos y salvos”, explica.

Mahmoud quería poder decir a sus tres hijos: pueden estudiar, les prometo que los ayudaré a cumplir sus sueños.

Pero nunca tuvo la oportunidad.

En la actualidad, Mahmoud trabaja de carpintero en unas obras de construcción en Misrata. Gana unos 700 dinares libios al mes. Según el tipo de cambio oficial, esta cifra equivaldría a unos 500 dólares, pero el valor del dinar representa hoy en día solo una fracción de lo que fue en el pasado. En el mercado negro, 700 dinares libios equivalen a unos 100 dólares.

Cada mañana, Mahmoud sale de casa antes del amanecer y camina varios kilómetros hasta su lugar de trabajo. Tenía un coche que logró comprarse después de unos meses de trabajo, pero se le estropeó y no tiene dinero para arreglarlo.

“A veces pienso que preferiría morirme antes que seguir viviendo así”, dice sentado en una banqueta delante del lugar donde vive con su familia. La casa no tiene una calefacción que los resguarde del frío inusual que hace en Libia este invierno; solo tiene una habitación, un baño y algunos utensilios de cocina por el suelo.






Imagen del UNICEF
© UNICEF/UN053157/Romenzi
El refugiado sirio Mahmoud, de 44 años, que trabaja de carpintero, posa para una fotografía en la zona rural de Misrata, Libia, el sábado 28 de enero de 2017.

Un viaje por el mar

Fouzieh es la mujer de Mahoud. Tiene 39 años, pero se mueve lentamente y con dificultad, como si su cuerpo se quejara del dolor. Su rostro parece el de alguien mucho mayor, alguien que ha sufrido demasiado.

El dolor que su familia lleva dos años soportando ha llegado a convertirse en un tabú. Es casi imposible hablar de ello, y mucho peor superarlo.

“Cuando llegué a Libia tenía la esperanza de que sería la última parte del viaje antes de llegar a Italia”, recuerda Fouzieh.

Pero los obligaron a esperar. Los contrabandistas los mantuvieron en cautiverio 15 días en una casa de hormigón cercana al mar.

Imagen del UNICEF
© UNICEF/UN053154/Romenzi
La refugiada siria Fouzieh, de 39 años, sentada en su casa en Misrata, Libia.

“Nos dijeron que teníamos que esperar a que hiciera buen tiempo, pero el tiempo mejoró y nuestra habitación seguía llenándose de gente”, cuenta.

“Conforme pasaban los días, comenzamos a entender que en realidad no esperaban a que hiciera buen tiempo, sino a reunir a todas las personas posibles para ganar más dinero”.

Durante su cautiverio, los traficantes les traían algo de comida y agua: solo un poco de queso y pan, a menudo en mal estado, que les pasaban a través de los barrotes de hierro de las escasas ventanas que tenía la vivienda.

Fouzieh recuerda la dificultad para respirar ese aire y las disputas por la comida con los otros migrantes. “Yo no comía para que mis tres hijos pudieran comer. Ellos no dejaban de preguntarme: ¿Por qué estamos aquí?”

Una noche, prosigue, los traficantes llegaron para llevarnos en grupos de 20 o incluso 30 personas.

“Nos llevaron a la orilla del mar y nos montaron en pequeños botes de goma con los que llegamos hasta la barca grande de madera, que estaba preparada mar adentro para emprender el viaje”.

“Cuando vi el mar y la oscuridad y escuché el sonido de las olas que chocaban contra la arena, miré a mi marido y le dije: ‘Ya no quiero ir. Tengo miedo’.”

Fouzieh tenía tanto miedo que comenzó a gritar. Uno de los traficantes se acercó a ella y la arrastró hasta el bote de goma con sus hijos.

Ya habían empezado a sufrir cuando llegaron a la barca grande de madera, pero Fouzieh pronto se dio cuenta de que, en mitad del mar, había aún más injusticias: tenían un sistema de clases.

“Nosotros, los sirios, íbamos en cubierta. Podíamos pagar un poco más para tener chalecos salvavidas. Después, bajo cubierta, había cientos de niños y niñas africanos sin chalecos salvavidas, amontonados en un espacio muy pequeño donde respiraban con gran dificultad”.

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Poco después de emprender la marcha, en mitad de la noche, la barca comenzó a inundarse.

Fouzieh recuerda los gritos de las personas que iban amontonadas bajo cubierta. Gritaban que estaban asustados, que no querían morir.

“Comenzaron a gritar más alto para decirle al traficante que el agua estaba entrando en el barco y tenían miedo de que se hundiera y muriéramos todos. Pero el traficante fingió no escuchar nada e intentó seguir adelante”.

Poco después, utilizó su teléfono por satélite para llamar a sus cómplices, que seguían en la orilla.
Cuando regresaron a la barca, se llevaron solamente al traficante a bordo para salvarlo, y dejaron a cientos de personas varadas en el mar, luchando contra las olas para sobrevivir.

A Fouzeih le duele mucho recordar esos momentos. Traga saliva, mira hacia abajo y sostiene de forma inquieta el teléfono, mirando las fotos de su hijo. Del hijo que perdió.

Cuando el traficante se fue, ella se dio cuenta de que la barca tenía un volumen muy grande de agua y que se estaba volcando hacia un lado.

“Caí al agua sin soltar a mi hijo pequeño, Balal. No sabía qué hacer. Antes de salir de la costa, los traficantes no nos habían dicho qué hacer en caso de que ocurriera un desastre o de que la barca tuviera algún problema”, explica.

“No me acuerdo de nada. No pensé nada. Solo recé para sobrevivir”.

Imagen del UNICEF
© UNICEF/UN053159/Romenzi
El refugiado sirio Balal, de cinco años, iluminado por un rayo de luz que entra en el apartamento de su familia en Misrata, Libia.

El rescate y la tragedia

Fouzieh abrazó a Balal muy fuerte durante toda la noche. Una noche entera en el agua, debatiéndose entre la vida y la muerte.

“Durante la noche, Balal se quedaba dormido y yo tenía que darle palmadas en la cara para despertarlo. Su peso muerto me impedía casi por completo sostenerlo”, cuenta.
“[Él] me preguntaba, ‘¿cuándo podremos descansar un poco?’ y yo le decía ‘pronto’, pero sabía que le estaba mintiendo”.

Cuando estaba en el agua, Fouzieh trataba de encontrar a alguien o a algo a lo que sujetarse. “Hubo un momento en el que vi un objeto redondeado. Me agarré a él, pero enseguida me di cuenta de que era la cabeza de un cadáver”.

Después de horas y horas en el mar y tras pedir ayuda desesperada a un barco que pasaba, que no se detuvo para recoger ni a los vivos ni a los muertos, Fouzieh fue rescatada por la guardia costera de Libia, que la llevaron a ella y a Balal a la orilla.

Fouzieh se apresuró a buscar al resto de su familia. Horas después, supo que su marido y su hija Sham habían sobrevivido gracias a que él había mantenido a la niña bien sujeta. Pero su hijo Talal seguía sin aparecer.

Lo último que Fouzieh recuerda es el hospital, a donde la llevaron tras desmayarse.

Fueron tres días seguidos de terapia intravenosa, miedo y una pregunta constante: “¿Dónde está mi hijo?”

“‘Más tarde, Fouzieh’, me decía el doctor, ‘mañana, Fouzieh, no te preocupes, Fouzieh’, pero nadie me dijo nada durante tres días”, añade.

“Y después, mi mayor miedo se hizo realidad. El doctor me mostró una fotografía de mi hijo Talal. Mi hijo estaba muerto”.

Imagen del UNICEF
© UNICEF/UN053162/Romenzi
Los utensilios de cocina están apilados en un rincón de la casa de la familia.

Fouzieh no ha vuelto a ver el mar desde entonces. Está convencida de que otro migrante mató a su hijo para robarle su chaleco salvavidas.

“Tenía una herida en la cara”, explica como para justificar su razonamiento, “alguien mató a Talal”.

Fouzieh no puede dormir. Sus pensamientos constantes y el recuerdo de Talal no se lo permiten.

No entiende cómo es posible que alguien deje morir a cientos de personas.

No puede perdonarse a sí misma por haber tomado una decisión que ninguna madre debería tener que tomar jamás: abandonar a un hijo para salvar a otro con la esperanza de que el primero pueda salvarse solo.

Francesca Mannocchi es una periodista italiana. Colabora en la televisión y en varias revistas italianas e internacionales, como L’Espresso, Al Jazeera, MiddleEastEye, RAI-3 y Skytg24, entre otras. Centra su labor en las migraciones y las zonas de conflicto. En los últimos años ha sido corresponsal en Túnez, Egipto, los Balcanes, Iraq, Libia, Turquía y el Líbano. El año pasado dirigió, junto al fotógrafo Alesso Romenzi, “Si cierro los ojos”, un documental sobre un niño refugiado sirio en el Líbano que se proyectó el pasado mes de septiembre en el Festival de cine de Roma. En 2016 recibió el Premiolino, el premio periodístico más importante de Italia.
















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